“Dormían y soñaban que la vida era bella. De pronto, despertaron y advirtieron que la vida no era
más que un deber que se debía cumplir”.
Indefensos en el mundo, los hombres se encuentran solitarios
en medio de recónditos parajes. Desde Jericó hasta Tierra del Fuego, hordas de
individuos multiplican su especie al mismo tiempo que crean razas en base a
diferencias imperceptibles a los sentidos. Lejos de la mirada de dioses
protectores o de divinidades clementes, ahora, aquellos mortales de carne y
hueso, aquellos mortales con más defectos que virtudes, con menos virtudes que
defectos, dominan una tierra mundana que es de todos y a la vez de nadie.
Bajo un cielo de matices grises en los cuales la vida no
florece, confundidos seres alzan sus rostros en busca de una guía en medio de
tanto desconcierto. Están allí, rodeados de individuos semejantes, pero que al
verlos resultan totalmente disímiles a
ellos. Están allí, confundidos sin saber qué hacer o qué pensar. Pero sin
saberlo, buscan respuestas a preguntas que todavía no se han formulado. Están
allí, vacíos pero a la vez a la espera de ser llenados por un cúmulo de
virtudes que a la larga serán males, y males que a la larga se convertirán en
bendiciones.
Mientras ríos y mares de sangre bañan una tierra infértil, los hombres dan rienda suelta a su fuerza, en
desmedro del conocimiento. Dándose cuenta del valor de su cuerpo, miles de manos
de elevan al cielo queriéndolo rozar. Las piernas de cada hombre retumban un
suelo que se estremece y despierta.
El silencio da paso a un concierto de voces que lanzan
llamadas de auxilio. Los hombres han
despertado, se han puesto de pie, y observan maquiavélicamente a su alrededor. Ahora
todos son profetas de una palabra vacía que carece de sentido debido a que cada
persona interpreta una lengua resultante de Babel. Así, sin entenderse, los
hombres recorren taciturnos su nuevo mundo, mientras patentan la naturaleza que
los rodea y terminan por posicionarse en la cima de un cúmulo de criaturas.
Tras cada paso, decenas de individuos asumen el papel de
conquistadores, otros tantos se ufanan de tener el don de la equidad y se
proclaman protectores de la justicia, mientras que el resto de los
mortales, se ponen los trajes de siervos
o de ovejas según su propia conveniencia y se convierten en un rebaño que solo obedece.
Así, conformada la humanidad, Persia se ha erguido, Atenas
se ha levantado, todos los caminos se construyeron teniendo de centro a Roma, los Mayas señalaron un inicio y fin, y
hoy en día tenemos el mundo que vemos. Los más poderosos inscribieron su nombre en el
firmamento, al mismo tiempo que los menos favorecidos cayeron víctimas de guerras
sin ganadores, formando una cantidad incontable de muros de restos humanos que se
levantan en el horizonte, dando forma a un nuevo paisaje lleno de fronteras,
donde dentro de las mismas, fieros
asesinos se apoderaron del poder creando
la verdad, maquillaron la justicia y dieron sentido a la consigna: matar para
vivir.
La llamada vida creció y se desarrolló en medio de batallas
entre iguales que son cada vez más desiguales, donde cientos de réplicas
de Juan López y John Ward, perecieron en
el sinsentido de una civilización que nació y se formó en el error. Sin embargo, lejos de enmendarse, continúa
pariendo personas que son víctimas de sus propios hermanos. Soldados anónimos
continúan pereciendo en los caminos que luego son recorridos por generales glorificados
por batallas sin ganadores, todo en aras de una paz que es concebida por el
aniquilamiento del otro.
Los llantos de los
niños fueron suplantados por cánticos de guerra, fomentados por maestros que
enseñan el arte del matar. Por otro lado, los rocíos de la mañana, los cánticos
de los grillos al alba, la vitalidad de los lirios y el color de las higueras,
se venden en medio de las plazas, que a la vez albergan cada una un silo en
honor al ser supremo que ha caído en desgracia.
¡Se ha ido! ¡Se ha ido! Y ahora solo quedan mortales que
juegan a ser creadores de un mundo en oscuridad.
¡Llegó la buena nueva! Hombres hambrientos de nada: Nadie
curará sus heridas, nadie responderá sus preguntas. No hay esperanza, no hay
futuro. Lo único que tienen en sus vidas es un presente incierto producto de su
misma naturaleza.
Los herejes cantan a los cielos vacíos que se tiñen de rojo
al mismo tiempo que los santos recorren las profundidades de un infierno
palpitante. Mientras tanto, en el nuevo mundo sus moradores viven sin saber que
todos ya se encuentran muertos.
Fotografía: Luciana Gonzalez- Polar